miércoles, 3 de febrero de 2010

ADRIÁN ACOSTA SILVA
Sección: Estación de Paso
“La solidez del pasado"
Transmitido: 21 enero 2010


Señales de humo, Radio U. de G., 21 de enero de 2009.
Ahora que aún están frescos los rituales, festejos y lamentos del año viejo y del nuevo año, el paisaje del presente estalla con toda la fuerza de las grandes expectativas, las incómodas incertidumbres y las nuevas decepciones. Los pendientes del pasado se acumulan desordenadamente en la gran mesa circular del presente, mientras que las ilusiones de siempre habitan la imaginación sobre el futuro. Las intenciones, los deseos, la memoria y los mitos, ordenan de manera extraña los rituales del presente, colocando en perspectiva las prácticas individuales y colectivas de todos los días.
En estos días particularmente fríos del invierno tapatío, el nuevo año trae de regreso las olas del pasado a las playas rocosas y los acantilados de la vida pública. Como en Palomar, el clásico relato de Italo Calvino, el secreto para los observadores es tratar de aprehender la singularidad de cada ola en cada movimiento de un mar embravecido, confiando en que se tendrá la perseverancia y la paciencia necesarias para identificar cuando una ola se desprende de las demás, como es distinta cada una de ellas, que nuevos elementos arrojará a nuestras playas, como se confundirá la ola contra la resaca que inevitablemente le sigue. La contemplación es un ejercicio de solitarios, mal vista por los hombres y mujeres de acción, y que goza de una pésima reputación para quienes la vida se trata de transformar la realidad y no de interpretarla, como señalaba el viejo Marx en sus más o menos conocidas y quizá hoy olvidadas tesis sobre Feurbach.
La vida pública supone no solamente la observación de las rutinas y pleitos de las multitudes a las que todos más o menos pertenecemos, sino que consiste también en mirar “los grandes espacios que hay al lado” , como aconseja con lucidez Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego. Ese ejercicio de contemplación de los espacios vacíos supone de alguna manera renunciar a la posibilidad de intervenir en el curso de los acontecimientos, de frenar las ansias de levantar la voz para denunciar lo que sea, de mirar los hechos como cosas que guardan alguna posible conexión lógica.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre este año con la celebración del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución mexicana. Como era de esperarse, el ritual oficial es obligatorio, tal vez necesario, pero en cualquier caso es inevitable. Todos, o casi todos, coinciden en la importancia de los números redondos, de la oportunidad de reafirmar la identidad nacional, de la posibilidad de un balance que nos proyecte hacia los próximos 100, 500 o mil años, cosas así. El Presidente ha lanzado su mensaje de año nuevo colocando en el centro la importancia de las fechas y los hechos, la relevancia de las fiestas que vienen, los llamados patrióticos, las loas a los símbolos y héroes nacionales. Banderas tricolores, grandes discursos de ocasión, reuniones de historiadores y académicos, libros, programas de televisión, publicación de números especiales de revistas prestigiadas desfilarán en estos meses, y en algún momento de septiembre y de noviembre las plazas hervirán de multitudes, se lanzarán fuegos artificiales, se tocará el himno nacional, se llenará el aire del perfume oloroso del patrotismo epidérmico, del entusiasmo nacional, del recuerdo y homenaje de nuestras efemérides locales. El santoral laico estallará en mil colores, y el manto sagrado del nacionalismo extenderá su sombra sobre el territorio y sus pobladores.
Todo ello, insisto, es inevitable. Forma parte de los rituales que fortalecen la sensación de solidez del pasado mexicano. Pero se suele olvidar que lo que se celebra es el presente, no el pasado. Entre el griterío y la solemnidad de la ocasión, lo que se está presenciando es un acto que legitima el presente apelando a las emociones de un pasado que son muchos, y que no significa exactamente lo mismo para todos. La solidez del pasado se vuelve frágil cuando se le rasca un poco, es un pasado de arena. Pero eso, bien visto, no importa. Entre la fiesta y el espectáculo que se avecina, quizá sea preferible colocarse discretamente en los espacios vacíos, para decirlo en la psicología verbal de Pessoa, el modesto auxiliar de contador, que escribió sus impresiones y poemas discretamente en la soledad de alguna casa de la “Calle de los Doradores”, en la hermosa Baixa de Lisboa.

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