miércoles, 3 de febrero de 2010

ADRIÁN ACOSTA SILVA
Sección: Estación de Paso
“Vieja geografía de los sentidos"
28 de mayo de 2009


Este reino de miedo y cenizas
Cormac McCarthy, Suttree

Las últimas semanas atestiguamos ruidosamente la ruptura de las rutinas, las costumbres y el orden cotidiano de la vida pública y de nuestras vidas privadas. Bajo la amenaza real o supuesta de la epidemia de influenza -humana, porcina, AH1N1, o como se llame- se sucedieron un conjunto amplio y complejo de reacciones en distintas dimensiones de la vida social. El gobierno federal, los gobiernos estatales y locales, los partidos políticos, las instituciones, los ciudadanos, los medios de comunicación, los agentes económicos, los analistas de la vida pública, los organismos internacionales, se movilizaron frente al riesgo, el temor o el miedo franco hacia los efectos del virus y mostraron de manera colorida la geografía de los sentimientos que habitan el corazón de nuestra convivencia pública. La invisibilidad del orden natural de las cosas cedió el paso a la visibilidad del miedo y el temor asociado con la percepción de riesgo frente a un depredador impreciso que flotaba (¿flota?) en el aire.

El estado alterado de la convivencia comenzó con la suspensión de actividades de un tercio de la población del país, compuesto por los casi 32 millones de estudiantes de todos los niveles educativos, y sus efectos en la población que gravita alrededor de ellos: padres de familia, maestros, trabajadores administrativos y manuales del sector educativo. Con la desactivación de este conglomerado de la población, el ritmo de toda la actividad social, económica y productiva se vio radicalmente modificado en sus tiempos, costumbres y estructuras. Motivadas por el cálculo o la prudencia, las autoridades federales modificaron la atención pública sobre el tema del narco o de las elecciones, y enviaron una potente señal de alerta con toda la fuerza del Estado a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional. Confusas y en ocasiones desordenadas, las conferencias de prensa encabezadas por el secretario de salud y apoyadas por el Presidente Calderón, mostraron el día a día de una decisión que encontraba cada vez menos asideros para justificar el tamaño de la alarma gubernamental. Paranoica o responsable, la acción gubernamental tendrá que ser valorada con calma en las próximas semanas, y sus efectos políticos podrían ser observados en el voto de los electores del 5 de julio.

Pero entre los ciudadanos y organismos empresariales y cívicos, la reacción fue igualmente confusa. Desde reclamos por las pérdidas económicas hasta las teorías conspiracionistas más inverosímiles, el abanico de reacciones ilumina bien los problemas de legitimidad, credibilidad y confianza que las decisiones públicas suscitan entre los ciudadanos. El lado oscuro de la epidemia fueron las acciones de discriminación y rechazo que se registraron dentro y fuera del país, la incapacidad de muchos gobiernos estatales de reaccionar de manera coherente frente a la emergencia, la encomiendas a la virgen para salvarnos de todos los males que lanzó la jerarquía católica, las ocurrencias y despropósitos que invadieron a la opinión pública. El miedo, el asombro, el escepticismo, junto con la apatía, la indiferencia o la obediencia hacia los dictados gubernamentales, mostraron la complejidad y diversidad de los sentimientos públicos hacia las acciones del gobierno federal.

Pero el miedo fue el gran ordenador de la vida pública de estos días extraños. El miedo político y el miedo físico, es decir, el miedo público hacia las consecuencias colectivas del mal, y el miedo de los privados hacia el riesgo de contagio. Y el miedo no es nada nuevo ni aquí ni ahora. Es el piso duro y a la vez frágil del orden social. La influenza gobernó fugazmente el cálculo y las emociones, la razón y los sentimientos. Y ciudadanos y gobernantes, y sus intermediarios oficiales e intérpretes de ocasión, encarnaron la vieja geografía de los sentimientos que descansan en el drenaje profundo del orden público.

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