miércoles, 3 de febrero de 2010

ADRIÁN ACOSTA SILVA
Sección: Estación de Paso
“Cultura y política en tiempos electorales"
11 de junio 2009


La relación entre cultura y política es una relación problemática, construida a partir de supuestos heroicos, creencias bienintencionadas y muchas monedas falsas, que habitan eso que suele denominarse como “cultura política”. Más aún: es una relación conflictiva y llena de agujeros teóricos y conceptuales, que luego llevan a (o explican las) confusiones prácticas y las ambigüedades retóricas. En el contexto de las campañas electorales que presenciamos, esa relación emerge con fuerza inusual, pues los partidos, sus candidatos, opinadores y periodistas, funcionarios electorales, activistas cívicos, colocan en el espacio público slogans, denuncias, spots, propuestas, berrinches, y variados arranques de sociología o politología instantánea.
Veamos, por ejemplo, los discursos e imágenes de ocasión de los candidatos. Lugares comunes y desmesuras se amontonan en las palabras que publicitan los aspirantes a recibir votos de los ciudadanos. “Trabajar y dejar trabajar”, “Experiencia con resultados”, “Creo en GDL”, “Acción responsable”, “Primero México” , “Así sí, gana la gente”, “Salvemos a México”….Hay desde luego el trabajo de mercadólogos de la política junto con las ocurrencias de los candidatos, pero en términos generales existe un empobrecimiento irrefrenable de la retórica y la imagen de la política, que coloca sus ofertas de temporada en el mismo nivel de la promoción de un detergente o de una marca de automóviles. Ese empobrecimiento tiene un par de supuestos implícitos: primero, que los ciudadanos no requieren de explicaciones ni fundamentaciones discursivas, sino de propuestas y de soluciones concretas; segundo, que la imagen de los candidatos, sus caras sonrientes y optimistas, coloridas, maquilladas, valen más que mil palabras. Es el viejo espectáculo de la política electoral, en el que, como decía Nietzsche hace más de 100 años “el protagonista sale del escenario y es sustituido por el actor”.
El efecto de todo ello es lo que otro clásico y célebre marxista, Groucho, describía como la imagen del político que carga un maletín de soluciones en busca de problemas. “La política” –decía con humor envenenado- “ es el arte de buscar problemas, encontrarlos en cualquier parte, diagnosticarlos incorrectamente y aplicar el remedio equivocado”. Otros, más sofisticados, lo denominan como el efecto de adecuación del discurso electoral a la necesidad de promesas que desean escuchar los votantes potenciales. El resultado es un juego de espejos: el de un conjunto de políticos imaginarios que se dirigen a un conjunto de ciudadanos imaginados. El tiempo electoral ofrece postales oportunas que muestran cómo el malestar político de muchos ciudadanos coincide con el optimismo de los políticos. No hay remedio, es lo que hay.
Quizá lo que está en el fondo del asunto es que presenciamos el valor de uso de una moneda que circula libremente para explicar el fenómeno: no tenemos una democracia de calidad porque no contamos con una cultura política democrática. Es una moneda vieja, de uso frecuente para explicar los desencantos y frustraciones de la política y de la democracia. Luego entonces, debemos empezar por construir lo segundo (la cultura) para tener lo primero (instituciones y actores). Y aquí entramos a terreno minado. ¿Los valores, las prácticas y los hábitos democráticos preceden a las instituciones, las estructuras, o las reglas democráticas? ¿O es exactamente al revés: las instituciones primero, los comportamientos cívicos después? ¿Las dos cosas al mismo tiempo? La política comparada proporciona evidencia empírica de estas trayectorias, con resultados contrastantes. Pero lo que no ofrece es un manual de democracia para dummies, satisfactoria y eficaz, aunque consultores, funcionarios y políticos insistan en que eso es posible. En estas circunstancias, la alternativa es otro juego de espejos: sólo una sociedad de ciudadanos virtuosos y participativos es capaz de construir una política virtuosa. El reino político de los cielos construido por ángeles cívicos.
La cultura política de la transición y el cambio político mexicano se ha macerado al fuego lento del desencanto y los arrebatos partidofóbicos y partidofílicos que observamos desde hace tiempo. Es una cultura que esconde prácticas autoritarias, anarquistas, democráticas, corporativas, clientelares, parroquiales, de vasallaje, o de participación, de activismo bienintencionado, de activismo ingenuo o de acciones que tienen efectos imprecisos. No hay una cultura cívica sino varias, que coexisten entre el conflicto y el pragmatismo, el escepticismo y la indiferencia. Al mismo tiempo tenemos instituciones y reglas que hace no tanto tiempo eran impensables, y que implican un diseño institucional razonablemente adecuado para garantizar un sistema de partidos, la competencia electoral y la libertad de elección de los ciudadanos. Hoy que asistimos al ritual electoral, quizá podamos observar más arriba y más al fondo el tamaño de nuestros haberes y de nuestros déficits democráticos.

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