miércoles, 3 de febrero de 2010

ADRIÁN ACOSTA
Sección: Estación de Paso
“En presencia del señor"
9 de julio de 2009


El sentido del humor de Jorge Luis Borges era legendario, a veces particularmente agudo, filoso, demoledor. En alguna ocasión- relata Roberto Alifano en El humor de Borges- le preguntaba un reportero al célebre escritor de El Aleph, que había de cierto en torno a su marcado y público agnosticismo, a lo que el gran escritor argentino respondió: “He cambiado muy poco. De hecho, soy tan escéptico que hasta comienzo a creer en Dios”.
Algo así puede ocurrir a quienes en algún momento dudaron de la inspiración casi religiosa del Dios de Todas las Guitarras, Eric Clapton. Si en los años sesenta aparecieron decenas de extraños graffitis por toda Londres afirmando aquello de que Clapton is God, al finalizar la primera década del siglo 21 de nuestra era, una grabación nos revela contundentemente que Dios no existe y Clapton es su profeta. Una señal irrebatible circula ya en México: el disco en vivo que Clapton y Steve Winwood -el ex integrante de grupos como Spencer Davies Group, Traffic, y efímero compañero de Clapton en Blind Faith- grabaron en ocasión de una serie de conciertos apenas el año pasado en el Madison Square Garden de Nueva York. El DVD correspondiente no tiene desperdicio: las imágenes, las entrevistas, los sonidos, el espíritu lúdico y la fiesta acompañan el ritual de dos músicos legendarios del rock contemporáneo.
El par de sesentones reflexivos que hoy son, revivieron fugazmente a los jóvenes impulsivos que fueron en los años sesenta, en un ejercicio de resurrección del espíritu de la época que alimentó con ferocidad la era dorada del rock. La potencia de la rola que abre el concierto (Had to Cry Today, de la época de Blind Faith) se combina con el blues de una clásico (Rambling on my Mind, de Robert Johnson), mientras que la guitarra mágica de Clapton suena mejor que nunca en After Midnight, de J.J Cale. Para exorcizar cualquier intento de nostalgia, basta escuchar Double Trouble o Presence of the Lord para constatar que el rock aún vive, y pasa sus días entre Nueva York, Londres o Guadalajara; que no es una rémora ni un testamento, sino un acto de demostración de las propiedades curativas y festivas de la música clásica de la segunda mitad del siglo pasado. Voodoo Chile, aquel viejo himno de otro santo del panteón rockero, Jimi Hendrix, es el pretexto perfecto para mostrar como la reinterpretación de los apóstoles es también un acto de creación divina.
Para quienes reconocemos en el rock una buena parte de nuestra educación sentimental, escuchar los dos discos del álbum supone -acaso instintivamente- realizar un acto sagrado: hincarse y pedir perdón por los pecados. Ya se sabe, el perdón, el arrepentimiento y las culpas gobiernan de manera frecuente los sentimientos individuales y colectivos. Pero para los infieles que nunca faltan, quizá sea mejor y más adecuado sentarse cómodamente, escuchar o ver los discos con una cerveza fría al lado, y dejar que la guitarra y las voces de los profetas Winwood y Clapton se adueñen un rato de nuestras sinrazones, de nuestras emociones y reflexiones. Ahora que ya no hay tiempo para (casi) nada, en que los sonidos de la época están marcados por la prisa y la desesperación (¿quién puede pensar, por ejemplo, con el ruido que impone escuchar “Como perro atropellado” de la Arrolladora Banda El Limón sonando a todo volumen en el automóvil que pasa a un lado?), un acto de rebelión como es el dedicarse exclusivamente a escuchar un buen disco, supone también la realización de un pequeño acto civilizatorio. Con suerte, en ese momento el viejo escepticismo de los agnósticos ceda el lugar a la nueva ironía de los creyentes, justo como le ocurrió a Borges.

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