viernes, 13 de noviembre de 2009

AVELINO SORDO VILCHIS
Guggenhome
Transmitido: jueves 05 de noviembre 2009


Me parece ocioso hablar del llamado Guggenheim tapatío, básicamente porque se trató de una ocurrencia, más que de un proyecto: sus promotores, nunca demostraron tener idea de lo que implicaba: vamos, ni siquiera se tomaron en serio conseguir el dinero para el célebre y costoso «estudio de factibilidad». No obstante, a raíz de que desde Nueva York trascendió la noticia de la cancelación del proyecto (decisión que había sido tomada y comunicada a los promotores hace meses, quienes cuidadosamente la ocultaron), he leído cualquier cantidad de textos lamentándose de que el proyecto no se vaya a llevar a cabo. O sea, hubo quien se la creyó.

Pero, vamos por partes. Desde finales de los ochenta, la Fundación Guggenheim anda batallando con su financiamiento. En este contexto fue que a alguno de sus ejecutivos se le ocurrió una novedosa manera de estabilizar, de una vez por todas, sus maltrechas finanzas: crear una franquicia de alcance global, como MacDonalds o tantas otras que hay por ahí. De entrada, la idea es harto chocante, dado que una cosa es hacer y vender hamburgesas estandarizadas y otra muy diferente manejar una de las más importantes colecciones de arte del siglo XX, que, además, está indisolublemente ligada al nombre de su creador y, por supuesto, a su ciudad.

Don Salomón R. Guggenheim comenzó coleccionando arte abstracto europeo, en la tercera década del siglo XX, adquiriendo obra de artistas como Piet Mondrian y Wassily Kandinsky. Una década más adelante, fundó el Museo de Arte «no objetivo» Guggenheim en un local alquilado en la calle 54 de Nueva York. Como el hombre era un visionario y entendía el coleccionismo como algo que iba más allá de acaparar pinturas que combinaran con la alfombra o las cortinas de su casa, expandió sus intereses y comenzó a comprar obras de artistas no abstractos como Pablo Picasso, Marc Chagall y Amadeo Modigliani, por citar sólo algunos.

Para 1943, su colección ya era importante, y fue entonces que encargó a Franz Lloyd Wright la construcción de la sede definitiva de su colección. El proceso fue tortuoso y complicado, de manera que el Museo se inauguró en 1959, años después de que don Salomón muriera. Por otra parte, hay también un Museo Guggenheim en Venecia que, contrario a lo que nos quieren hacer creer, no tiene nada que ver con la idea de las franquicias. Su sede y acervo —un palacio en el Gran Canal y otra importante colección de arte del siglo XX— es el legado de Peggy Guggenheim, sobrina de don Salomón y tercera esposa de Max Ernst, a su querida Venecia.

Pero, regresemos al asunto de las franquicias «Guggenheim», que son dos: Berlín y Bilbao. La primera, en realidad es una «asociación» con el banco central alemán, cuya actividad primordial es la comisión de «arte conceptual» (léase instalaciones) internacional. Por su parte, la franquicia de Bilbao es casi puro continente y muy poco contenido: el edificio es una notable obra de Frank Gehry, que literalmente aplasta cualquier colección que ahí se quiera exhibir. Lo curioso del caso, es que el Guggenheim de Bilbao tiene un programa de adquisiciones, para «establecer su propia personalidad». O sea, andan buscando no ser el Guggenheim.

Si analizamos los antecedentes y la forma de operar de la Fundación Guggenheim, no es difícil percatarnos de que la versión local nunca iba a exhibir los Mondrian, los Kandinsky, los Picasso o los Modigliani que reunieron don Salomón o doña Peggy. Esos se quedan en Nueva York y Venecia. Más bien, sus actividad se iba a limitar a buscar «establecer su propia personalidad», adquiriendo las obras que decidieran los curadores de la Fundación en Nueva York, y —lo fundamental para ellos— pagar religiosamente y en billete verde, el costo de la franquicia.

En suma, se trataba de subsidiar a la Fundación Guggenheim. ¿O qué pensaban?

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