jueves, 15 de abril de 2010

ADRIÁN ACOSTA SILVA
Sección: Estación de Paso
“Ciudadanización"
Transmitido: 15 abril 2010


La palabra comenzó a utilizarse desde hace tiempo y pronto no sólo se puso de moda, sino que llegó para quedarse un largo rato. Nos llegó ruidosamente con los vientos de la democratización, la santificación de la sociedad civil y el lenguaje de la rendición de cuentas, la responsabilidad pública, la desconfianza en los partidos políticos, en los funcionarios, en el gobierno. Como suele ocurrir en el lenguaje público de los tiempos de cambio, nunca se especificó que significaba exactamente el término ciudadanizar, pero el concepto evocaba algo así como la purificación de la política, la despartidización de las instituciones, la despolitización de las decisiones públicas, cosas de ese tipo.
Hoy, el terminajo se sigue utilizando con la misma vaguedad con la que se empezó a utilizar hace ya más de 20 años. Se insiste en que la ciudadanización es una buena fórmula para eliminar la corrupción, mejorar los gobiernos, procurar buenos servicios públicos, acabar con el cinismo y la hipocresía de los políticos profesionales y de sus partidos y organizaciones. Es más: se citan y documentan experiencias exitosas de ciudadanización, se argumenta que las sociedades donde los ciudadanos participan más se elevan significativamente los niveles de desarrollo económico y social, se incrementa la confianza y la cohesión, los más entusiasmados aseguran que lleva incluso a la felicidad de individuos y comunidades.
Este discurso es seductor, para muchos fascinante, pues, ofrece la posibilidad de enfrentar con ojos frescos, quizá incluso con sangre nueva, los problemas que aquejan a una sociedad que se observa devastada por la corrupción, la politización, la partidización de los asuntos públicos, la ausencia de una moral pública correcta, lo que eso signifique.
Sin embargo, la cruzada ciudadanizadora está poblada por mitos y leyendas que conforman la sabiduría convencional que expresan casi siempre en tono de denuncia y acusaciones los activistas social-civilistas más radicales. Como todas las sabidurías convencionales, están hechas de pedazos de teorías sociales más o menos populares, voluntarismo a toda prueba, e ingenuidades y tonterías de muy diverso calibre. Enumero algunas de ellas:
-Los ciudadanos son mejores que los políticos para resolver problemas públicos. Primero habría que preguntarse qué ciudadanos tenemos y cómo los imaginamos. Y lo que tenemos no es de entusiasmar mucho a nadie. Como en todos lados, son pragmáticos, individualistas, oportunistas o solidarios a veces, desconfiados casi siempre, de participación política confusa, muy desiguales en términos de ingreso económico y escolaridad, de prácticas contradictorias, de convicciones políticas cambiantes o ausentes, según sea el momento y la ocasión. Los que imaginamos –mejor dicho, los que imaginan nuestras elites intelectuales, religiosas, políticas o empresariales- son todo lo que no tenemos: ciudadanos interesados en la cosa pública, informados, participativos, productivos, honorables, de ética republicana a toda prueba, de moral sólida habitada por valores absolutos y certezas democráticas. Esos ciudadanos imaginarios de la república imposible están en el centro del discurso socialcivilista actual.
-Los partidos pervierten la política. La vida en sociedad es, ya se sabe, intrínsecamente conflictiva. Para reducir la conflictividad se construyen leyes, instituciones y organizaciones que permitan representar la voluntad de los ciudadanos, y los partidos son algunas de esos dispositivos (junto con los sindicatos, las federaciones, los gremios, los colegios de profesionales, los clubes de futbol, las asociaciones de padres de familia o las de vecinos de una colonia). La política requiere de partidos y ciudadanos, en la que aquellos pueden representar a segmentos específicos de estos, y los ciudadanos pueden participar o no, elegir o no, de entre ese puñado de partidos políticos. La idea de que los partidos distorsionan la política y la democracia es muy antigua, pero es igualmente añeja la evidencia de que las democracias no pueden existir sin partidos políticos, aunque los partidos puedan existir sin democracias.
-La democracia verdadera puede funcionar sin partidos políticos. Esta afirmación es parte de las leyendas urbanas políticas de hoy y de aquí. Supone algo así como esquemas de democracias plebiscitarias, directas, basadas en la movilización cívica masiva, capaz de discutir todos los asuntos todo el tiempo posible. Toda forma de intermediación entre los ciudadanos y las decisiones públicas es vista como una distorsión o una franca perversión de la voluntad popular. Esos ejemplos los vemos en las visiones de las “democracias desde abajo” (así le dicen sus promotores más aguerridos), esquemas horizontales de toma de decisiones, esencia popular de las mismas, recursos de organización y de supervisión de racionalidad absoluta, instituciones habitadas no por burócratas ni funcionarios ni políticos profesionales sino por ciudadanos de la calle.
-Las instituciones deben ser operadas por los ciudadanos. Hoy se exige en diversos tonos la propuesta de “ciudadanizar instituciones”. Bajo el título taquillero del “empoderamiento” de los ciudadanos, se piden procuradores ciudadanos, contralores ciudadanos, auditores ciudadanos, síndicos ciudadanos. La iniciativa presidencial de reforma política del Presidente Calderón se monta en esta ola ciudadanizadora en varios de sus pasajes. Bien vista, esta ola intenta des-institucionalizar a nuestras instituciones, para transformarlas en otras, en la que los burócratas y los políticos sean sustituidos por ciudadanos virtuosos, es decir, imaginarios. ¿Dónde hemos oído esta música?.
En el confuso clima intelectual y política de nuestra época, esas voces y susurros configuran los sonidos de los medios y a veces de la calle. Parafraseando a una vieja rola de Ten Years After -con la guitarra de Alvin Lee, por supuesto-, los nuevos cruzados creen que la ciudadanización, como el amor, puede cambiar al mundo. Que San Joe Cocker nos agarre confesados.

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