viernes, 9 de octubre de 2009

AVELINO SORDO VILCHIS
ALEMANIA AL CUADRADO
Transmitido: jueves 08 de octubre 2009


No alcancé a conocer el muro de Berlín. Llegué unos meses tarde, en enero de 1991. Antes, en el periplo de once meses que abarcó de noviembre de 1989 a octubre de 1990, los acontecimientos se sucedieron tan vertiginosamente que modificaron por completo la ciudad. Para cuando llegué, el muro había sido demolido casi en su totalidad: quedaron apenas algunos fragmentos, como es el caso del kilómetro y medio que bautizaron como «East Side Gallery» —así, en inglés—, donde un centenar de pintores plasmaron, en murales desbordados de retórica, su pensamiento sobre lo que ahora les servía de soporte. Lástima: de los grafitis originales, nada.

En septiembre de 1989, el muro —que más que muro era un sofisticado sistema fortificado de seguridad fronteriza— tenía una longitud de 155 kilómetros y rodeaba a Berlín Occidental. Para enero de 1991 solo quedaba una enorme cicatriz que marcaba lo que había sido su trazo: un serpenteante gusano de tierras baldías que cruzaba Berlín, incluso por sus sectores más céntricos. Por ejemplo, la antes de la guerra concurrida y elegante Potsdammer Platz era apenas un terreno yermo, donde se rompía la continuidad de algunas céntricas calles y avenidas. En la actualidad la Potsdammer Platz recobró su importancia, aunque no toda su elegancia original.

Uno de los diarios de mayor circulación en el Berlín de aquellos primeros días de 1991, mantenía una campaña publicitaria con el lema «Berlín es uno» (supongo que cualquier parecido es mera coincidencia). Pero, como seguido les sucede a los publicistas, la realidad los contradecía: la vida cotidiana se desarrollaba en dos pistas, en dos berlines. La antigua capital de la República Democrática Alemana y la ciudad-insignia de la República Federal Alemana, mantenían intactas y operando su infraestructura, sus instituciones, de manera que todo se encontraba por partida doble: museos, zoológicos, aereopuertos, casas de ópera, salas de concierto…

Para un visitante extranjero ávido de la vida cultural de Berlín, aquello era lo más cercano al paraíso. Con el añadido de que estaba a la mano la posibilidad de sumergirse en los contrastes que ofrecían ambos berlines. Pero, independientemente de que me sentía en aquellas calles como perro en carnicería, también resultaba imposible no percatarse de lo difícil que resultaba para los berlineses cruzar esa ya inexistente frontera, que yo con regularidad traspasaba: a pesar de que su presencia física —las paredes de hormigón, las casetas de vigilancia, las alambradas, los reflectores…— había sido eliminada, el muro seguía ahí, tan contundente como el concreto.

Me imagino que hoy, veinte años después, esa frontera mental fue finalmente demolida, como sucedió con el muro. Y que las diferencias entre los Osis —alemanes orientales— y los Wesis —alemanes occidentales— ya no serán tantas y sobre todo tan profundas. Sin embargo, tengo claro que la unificación alemana significó —entre muchas otras cosas— borrar a un país del mapa. Un país, no debemos olvidarlo, cuyos ciudadanos hicieron posible, paradójicamente, la caída del muro. Un país que terminó siendo vendido —en forma de baratijas para turistas— en los puestos callejeros que se instalaban en los alrededores de la Puerta de Brandemburgo.

Todo esto se me vino a la cabeza porque por estos días el Instituto Alemán de Guadalajara organizó una serie de actividades cinematográficas para conmemorar la caída del muro. En lo personal, prefiero recordar los veinte años de aquella formidable revolución pacífica que organizaron los ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana, y de sus impresionantes «manifestaciones de los lunes», que se llevaron a cabo de septiembre de 1989 a marzo de 1990 en las afueras de la iglesia de San Nicolás, en Leipzig.

Ahí estuvo el origen. Lo demás, son anécdotas.

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