AVELINO SORDO VILCHIS
BOTAR CON BE GRANDE
Transmitido: Jueves 02 de julio 2009
El domingo voy a ir a votar. Desde que cumplí 18 he acudido a las urnas sin faltar ninguna vez. A lo largo de mi vida he votado por muchas personas, aunque por pocos partidos, y me ha pasado de todo. En el proceso electoral de 1976 voté por una persona que no aparecía en la boleta: Valentín Campa, poco después el Partido Comunista Mexicano consiguió su registro. En 1988 voté por Cuauhtémoc Cárdenas y se calló el sistema. En las elecciones de 2003 anulé la boleta por primera vez: ninguno de los candidatos a Presidente Municipal de Guadalajara me pareció bueno y ejercí el derecho de negarles mi voto.
Votar por el «menos malo» no me parece que sea opción, más bien me suena a imposición. Díganme si no mis dos amables radioescuchas: ¿se someterían a una operación en el cerebro a sabiendas que el cirujano que la realizará es el «menos malo»? ¿Permitirían que cualquier maistro, por supuesto que el «menos malo», desarmara la caja de cambios de su Ferrari? Yo no. Además, lo menos que pueden —y deben— hacer los partidos políticos, que por cierto nosotros mantenemos, es presentar candidatos que claramente tengan la capacidad de realizar la tarea a la que aspiran. No los parientes, no los cuates, no los cómplices: personas capaces.
El domingo voy a ir a votar. Y voy a anular mis votos. Voy a botar a los candidatos que tengo claro no me van a representar. Y es mi derecho. Sólo que en esta ocasión mis boletas anuladas van a tener un nuevo significado: se van a sumar a muchas otras —¿miles? ¿decenas de miles? ¿cientos de miles? ¿millones?— en un acto de rechazo a una clase política mediocre, mezquina y abusiva. Se trata de sólo un llamado de atención —un buen jalón de orejas— porque tengo claro que los votos anulados carecen de consecuencias jurídicas, que no forman gobierno. Pero también sé que tienen un valor político.
Ir a la casilla y anular las boletas es votar. Por nadie, pero votar. Ante el crecimiento del fenómeno anulacionista, parece que los políticos de todos los colores se pusieron de acuerdo y les ha dado por hablar —taimados que son— de «abstención», cuando en realidad se están refiriendo a «anulación», que son dos cosas distintas y ellos lo saben perfectamente. Anular el voto de ninguna manera significa buscar la desaparición del sistema de partidos o un rechazo a la democracia. Pienso que es exactamente lo contrario: aquí y ahora anular mis votos es un acto político que además busca hacer avanzar a nuestra tullida democracia.
El domingo voy a ir a votar. Y voy a anular mis votos. Y no es que piense que todos los políticos son iguales. No: tengo claro que hay unos más iguales que otros, el problema es que los mediocres, los mezquinos y los abusivos tienen copada la casa. Y aquello hasta parece concurso. Por otra parte, es perfectamente natural que el «anulacionismo» no tenga un programa o pliego petitorio definido o uniforme, pues se trata de una reacción ciudadana que incluye todas las tendencias y colores y que no busca el poder, sino llamar la atención de los políticos al hecho de que no están haciendo bien su trabajo, de que no nos están representando.
Es también muy claro, después de más de dos meses de campaña, que el movimiento anulacionista —a pesar de su desarticulación, dispersión y presencia difusa— puede presumir que cuenta con un muy importante y democrático logro, que los partidos —a pesar de su articulado, afinadísimo y grosero empleo de millones de pesos y spots— están muy lejos de igualar: el asunto de la anulación del voto está, aquí y ahora, en el centro del debate nacional.
Por lo pronto, el domingo voy a ir a votar. Y voy a anular mis votos.
viernes, 3 de julio de 2009
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